domingo, 23 de septiembre de 2007
lunes, 17 de septiembre de 2007
Los puentes de Euler
Las tribus bálticas de la región prusiana oriental de Tvanksta, se reunían alrededor de un enorme roble que llamaban romuva. Su civilización ardió con el árbol cuando los Caballeros de la Orden Teutónica fueron invitados por Konrad I, Duque de Masovia, a conquistar territorios paganos. Eran tiempos de las llamadas Cruzadas del Norte. Los Caballeros Teutones habían tenido cierto éxito en Tierra Santa tras su fundación en Palestina durante la Tercera Cruzada, a finales del siglo XII, y habían obtenido multitud de privilegios por parte de papas y reyes, como el derecho a quedarse en propiedad con los territorios conquistados. Pero no lograron controlar a los nativos del Báltico hasta que, en 1255, el rey Otokar II de Bohemia, el más poderoso monarca de todo el Sacro Imperio Romano-Germánico, segundo hijo de Wencesleao I de Babenberg, acudió en ayuda de los Caballeros para dominar y cristianizar definitivamente a los paganos. Fue entonces cuando fundaron Königsberg, la Ciudad del Rey, en honor a Ottokar.
El tiempo no transcurrió inocentemente durante siglos y, probablemente, el río Pregolya, o Pregel, que cruza la ciudad y muere en la laguna de Vístula, primero, y, poco después, en el Báltico, se tiñó muchas veces con la sangre derramada en incontables guerras. Pero es también la ciudad que dio a luz a uno de los más ilustres hombres de la Historia: Immanuel Kant. El filósofo iluminado vivió prácticamente su vida entera en Königsberg, desde su nacimiento en 1724 hasta su muerte, el 12 de febrero de 1804, y llegó a ser catedrático de Lógica y Metafísica en la Universidad de la ciudad. Por aquel tiempo, el matemático más célebre del momento era Leonhard Euler, suizo de Basilea y una de las mentes más prodigiosas de todos los tiempos. Euler llegó a Prusia en 1740, escapando de una Rusia zarista que no cuidaba bien a los científicos.
En la imagen (realizada con Google SketchUp) vemos el corazón de la ciudad: una isla en el río Pregolya que alberga la llamada Catedral de Kant. Y, lo más importante, siete puentes que cruzan el río por distintos puntos sobre los que Euler construyó uno de sus famosos acertijos: cómo cruzar por todos y cada uno de los puentes sin pasar nunca dos veces por uno mismo. No es nuestra intención desvelar aquí el misterio, pero sí que nos digáis cómo lo haríais vosotros.
El tiempo no transcurrió inocentemente durante siglos y, probablemente, el río Pregolya, o Pregel, que cruza la ciudad y muere en la laguna de Vístula, primero, y, poco después, en el Báltico, se tiñó muchas veces con la sangre derramada en incontables guerras. Pero es también la ciudad que dio a luz a uno de los más ilustres hombres de la Historia: Immanuel Kant. El filósofo iluminado vivió prácticamente su vida entera en Königsberg, desde su nacimiento en 1724 hasta su muerte, el 12 de febrero de 1804, y llegó a ser catedrático de Lógica y Metafísica en la Universidad de la ciudad. Por aquel tiempo, el matemático más célebre del momento era Leonhard Euler, suizo de Basilea y una de las mentes más prodigiosas de todos los tiempos. Euler llegó a Prusia en 1740, escapando de una Rusia zarista que no cuidaba bien a los científicos.
En la imagen (realizada con Google SketchUp) vemos el corazón de la ciudad: una isla en el río Pregolya que alberga la llamada Catedral de Kant. Y, lo más importante, siete puentes que cruzan el río por distintos puntos sobre los que Euler construyó uno de sus famosos acertijos: cómo cruzar por todos y cada uno de los puentes sin pasar nunca dos veces por uno mismo. No es nuestra intención desvelar aquí el misterio, pero sí que nos digáis cómo lo haríais vosotros.
Prusia llegó a ser el país más grande de Europa, incluso después de la unificación de los estados germanos en el siglo XIX con el Káiser Guillermo, derrotado Napoleón III. La Historia volvió a dar la vuelta una vez más con la capitulación de Alemania tras la Primera Guerra Mundial y la desmembración de Prusia entre Alemania y Polonia. Pero el golpe definitivo llegó con la Segunda, a cuyo término Königsberg quedó reducida a cenizas, como ocurriera con la ancestral Tvanksta. Esta vez las bombas de los aliados hicieron de Caballeros Teutones. Setecientos años después de Ottokar II, los restos de la ciudad de los siete puentes pasaron a formar parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, con el nombre de Kaliningrado, en honor del político bolchevique Mijaíl Ivanovich Kalinin. Hoy, después de la independencia de Lituania, es una ciudad aislada del resto de Rusia y rodeada de Europa, y muchos sueñan con una nueva Königsberg. Otros, incluso, sueñan que vuelven los tiempos de romuva, y descubren extrañas runas en un claro en el bosque.
lunes, 10 de septiembre de 2007
La perla del lago
A orillas del lago Léman se encuentra La Perle du Lac, uno de los parques públicos más hermosos y privilegiados de Ginebra. Con una superficie de casi cinco hectáreas, constituye un fragmento de franja verde en la orilla derecha, en la que también se encuentran los parques de Barton, de L’Ancien Bureau Internacional du Travail (B.I.T.) y el Jardín Botánico de la ciudad, entre otros.
Los parques, aunque se consideran independientes, no están separados físicamente más que por grandes ejemplares de tilos, robles, castaños y otras frondosas que hacen de membrana permeable a los paseantes.
Venimos caminando por la Rue du Quai Mont Blanc. Atrás queda el bullicio de la ciudad, que está en fiestas (el primero de agosto es la fiesta nacional). Atravesamos los parques de Mon Repos y de Moynier, de los que merece la pena (mucho) hablar en otro momento. El lago Léman, a la derecha, se va abriendo; se aleja de nuestra vista la otra orilla, poblada de pequeñas embarcaciones y casonas invisibles con enormes praderas arboladas. A nuestra izquierda, se nos llena la vista de flores: un hermoso jardín lleno de macizos de vivaces sobre una cuidada pradera en pendiente ascendente que se aleja de la orilla hacia la Rue de Lausanne; acabamos de entrar en los dominios de la Perla.
Caminamos encandilados entre los alargados macizos y parece que estuviéramos empequeñeciendo entre malvas, begonias, diversas especies de compuestas y umbelíferas, papiros y cañas de azúcar, bocas de dragón y papilionáceas de todos los colores, cinerarias e incluso ricinos de color escarlata. Arriba, la fuente monumental, en dos niveles, nos hace mirar en el sentido en que discurre el agua, hacia el lago, como si estuviéramos viendo un Ródano en miniatura.
Hay que destacar la limpieza extraordinaria, no sólo en éste, sino en todos los parques y jardines de la ciudad. El estado de conservación es exquisito: desde el estado sanitario de árboles y arbustos, hasta el perfilado de las praderas sobre los caminos o la elección de las especies de vivaces. Todo está perfecto y la limpieza es la gran guinda de este pastel.
Volvemos entonces la vista hacia el Léman, deshacemos el camino y nos topamos con un pequeño embarcadero y su pequeño dique de piedra. Allí podríamos coger una mouette (literalmente ‘gaviota’, pero es una barcaza a motor) que nos llevara a la otra orilla del lago, a la llamada plage de Genève, pero por esta vez preferimos quedarnos en este lado. Ginebrinos y viajeros esperan leyendo la prensa, mojándose los pies en el agua o, simplemente, embelesados con el paisaje.
Junto al embarcadero existe un antiguo chalet con invernadero que hoy es el restaurante Perle du lac; bien integrado en su entorno, es una de las dos construcciones que existen en el parque. En el mismo lugar donde los romanos de la Galia helvética decidieron construir unas termas ricamente adornadas (descubiertas en 1926), Hans Wilsdorf, fundador de Rolex, exclamó, probablemente en un hermoso día soleado, “Ésta es la verdadera perla del lago”, no sabemos si refiriéndose al parque en sí, al armonioso paisaje que lo rodea con las espectaculares cumbres siempre nevadas de los Alpes en la otra orilla o a la Villa Bartholoni, la segunda de las dos construcciones, de la que no podemos evitar hablar. La villa aparece, majestuosa, rodeada de una frondosa arboleda en la cima de otra pradera, esta vez con ligeras salpicaduras de tagetes en pequeñas manchas de color, dando protagonismo al verde de la gramínea recién segada y a la espléndida fachada florentina de la mansión, que impresiona por la armonía de sus proporciones, la pureza de las líneas y el juego de luces y sombras pronunciado en el centro por dos loggias (o terrazas) superpuestas. Fue construida entre 1825 y 1827 por los hermanos Jean-François y Constant Bartholoni, banqueros de París, cuyo apellido dio nombre al parque que hoy nos ocupa, en lo que entonces era un solar de la familia Melly. Un siglo después, la Sociedad de Naciones (O.N.U.) compró los terrenos, incluyendo los parques de Moynier y Barton, con el fin de construir su sede. Finalmente, se decidió llevar el futuro centro a un terreno de mayor superficie junto al Jardín Botánico, y los tres parques fueron donados al Ayuntamiento de Ginebra en 1929, para disfrute de los ciudadanos.
La Villa Bartholoni se construyó según el proyecto del arquitecto parisino Félix-Emmanuel Callet (Gran Premio de Roma de 1819 y buen conocedor de la arquitectura italiana). De estilo neoclásico, influencia florentina y rodeada por el parque, de estilo inglés, se dice de ella que es un buen ejemplo de residencia suburbana de la época de la Restauración. Fue concebida como lugar de recepciones durante las breves estancias de sus propietarios en la ciudad, para acoger en su seno a una sociedad brillante, cosmopolita y apasionada por el arte y la música. Encarna el ideal aristocrático de pabellón de recreo que sacrifica lo doméstico y familiar a favor de la fastuosidad. Como ejemplo, basta mencionar las pinturas murales estilo pompeya en las salas de la planta baja, muy valoradas por la finura en su ejecución, realizadas por un equipo de artistas italianos dirigido por el pintor François-Edouard Picot. Los motivos decorativos y su paleta cromática revelan la fuente de inspiración: escenas mitológicas, amores, diosas, monstruos marinos, genios alados, naturalezas muertas, guirnaldas, palmas, volutas, grecas, etcétera.
Desde 1964 alberga el Museo de Historia de la Ciencia. Se trata de una institución única en Ginebra. Las colecciones del museo incluyen microscopios, barómetros, cuadrantes solares, astrolabios y un sin fin de instrumentos, libros y documentos científicos antiguos que proceden de familias ginebrinas y de instituciones públicas.
La diosa Atenea parece custodiar los tesoros desde la fachada trasera, en un cuidado conjunto escultórico formado por cuatro macizos rectangulares de vivaces, pradera y un seto regular de boj que bordea la escultura de la diosa.
De la casa se entra y se sale como si fuera un elemento más del parque. Desde las ventanas, no perdemos de vista a los ginebrinos que leen al sol, tumbados en las praderas, ni los frondosos arces y tilos del parque que proporcionan sombra fresca a los deportistas, ni los macizos de flores, perfectamente recortados sobre la verdura. Seguimos viendo las blancas cumbres alpinas y el azul del lago Léman. Ahora comprendemos perfectamente el significado de las palabras ‘perla del lago’.
Los parques, aunque se consideran independientes, no están separados físicamente más que por grandes ejemplares de tilos, robles, castaños y otras frondosas que hacen de membrana permeable a los paseantes.
Venimos caminando por la Rue du Quai Mont Blanc. Atrás queda el bullicio de la ciudad, que está en fiestas (el primero de agosto es la fiesta nacional). Atravesamos los parques de Mon Repos y de Moynier, de los que merece la pena (mucho) hablar en otro momento. El lago Léman, a la derecha, se va abriendo; se aleja de nuestra vista la otra orilla, poblada de pequeñas embarcaciones y casonas invisibles con enormes praderas arboladas. A nuestra izquierda, se nos llena la vista de flores: un hermoso jardín lleno de macizos de vivaces sobre una cuidada pradera en pendiente ascendente que se aleja de la orilla hacia la Rue de Lausanne; acabamos de entrar en los dominios de la Perla.
Caminamos encandilados entre los alargados macizos y parece que estuviéramos empequeñeciendo entre malvas, begonias, diversas especies de compuestas y umbelíferas, papiros y cañas de azúcar, bocas de dragón y papilionáceas de todos los colores, cinerarias e incluso ricinos de color escarlata. Arriba, la fuente monumental, en dos niveles, nos hace mirar en el sentido en que discurre el agua, hacia el lago, como si estuviéramos viendo un Ródano en miniatura.
Hay que destacar la limpieza extraordinaria, no sólo en éste, sino en todos los parques y jardines de la ciudad. El estado de conservación es exquisito: desde el estado sanitario de árboles y arbustos, hasta el perfilado de las praderas sobre los caminos o la elección de las especies de vivaces. Todo está perfecto y la limpieza es la gran guinda de este pastel.
Volvemos entonces la vista hacia el Léman, deshacemos el camino y nos topamos con un pequeño embarcadero y su pequeño dique de piedra. Allí podríamos coger una mouette (literalmente ‘gaviota’, pero es una barcaza a motor) que nos llevara a la otra orilla del lago, a la llamada plage de Genève, pero por esta vez preferimos quedarnos en este lado. Ginebrinos y viajeros esperan leyendo la prensa, mojándose los pies en el agua o, simplemente, embelesados con el paisaje.
Junto al embarcadero existe un antiguo chalet con invernadero que hoy es el restaurante Perle du lac; bien integrado en su entorno, es una de las dos construcciones que existen en el parque. En el mismo lugar donde los romanos de la Galia helvética decidieron construir unas termas ricamente adornadas (descubiertas en 1926), Hans Wilsdorf, fundador de Rolex, exclamó, probablemente en un hermoso día soleado, “Ésta es la verdadera perla del lago”, no sabemos si refiriéndose al parque en sí, al armonioso paisaje que lo rodea con las espectaculares cumbres siempre nevadas de los Alpes en la otra orilla o a la Villa Bartholoni, la segunda de las dos construcciones, de la que no podemos evitar hablar. La villa aparece, majestuosa, rodeada de una frondosa arboleda en la cima de otra pradera, esta vez con ligeras salpicaduras de tagetes en pequeñas manchas de color, dando protagonismo al verde de la gramínea recién segada y a la espléndida fachada florentina de la mansión, que impresiona por la armonía de sus proporciones, la pureza de las líneas y el juego de luces y sombras pronunciado en el centro por dos loggias (o terrazas) superpuestas. Fue construida entre 1825 y 1827 por los hermanos Jean-François y Constant Bartholoni, banqueros de París, cuyo apellido dio nombre al parque que hoy nos ocupa, en lo que entonces era un solar de la familia Melly. Un siglo después, la Sociedad de Naciones (O.N.U.) compró los terrenos, incluyendo los parques de Moynier y Barton, con el fin de construir su sede. Finalmente, se decidió llevar el futuro centro a un terreno de mayor superficie junto al Jardín Botánico, y los tres parques fueron donados al Ayuntamiento de Ginebra en 1929, para disfrute de los ciudadanos.
La Villa Bartholoni se construyó según el proyecto del arquitecto parisino Félix-Emmanuel Callet (Gran Premio de Roma de 1819 y buen conocedor de la arquitectura italiana). De estilo neoclásico, influencia florentina y rodeada por el parque, de estilo inglés, se dice de ella que es un buen ejemplo de residencia suburbana de la época de la Restauración. Fue concebida como lugar de recepciones durante las breves estancias de sus propietarios en la ciudad, para acoger en su seno a una sociedad brillante, cosmopolita y apasionada por el arte y la música. Encarna el ideal aristocrático de pabellón de recreo que sacrifica lo doméstico y familiar a favor de la fastuosidad. Como ejemplo, basta mencionar las pinturas murales estilo pompeya en las salas de la planta baja, muy valoradas por la finura en su ejecución, realizadas por un equipo de artistas italianos dirigido por el pintor François-Edouard Picot. Los motivos decorativos y su paleta cromática revelan la fuente de inspiración: escenas mitológicas, amores, diosas, monstruos marinos, genios alados, naturalezas muertas, guirnaldas, palmas, volutas, grecas, etcétera.
Desde 1964 alberga el Museo de Historia de la Ciencia. Se trata de una institución única en Ginebra. Las colecciones del museo incluyen microscopios, barómetros, cuadrantes solares, astrolabios y un sin fin de instrumentos, libros y documentos científicos antiguos que proceden de familias ginebrinas y de instituciones públicas.
La diosa Atenea parece custodiar los tesoros desde la fachada trasera, en un cuidado conjunto escultórico formado por cuatro macizos rectangulares de vivaces, pradera y un seto regular de boj que bordea la escultura de la diosa.
De la casa se entra y se sale como si fuera un elemento más del parque. Desde las ventanas, no perdemos de vista a los ginebrinos que leen al sol, tumbados en las praderas, ni los frondosos arces y tilos del parque que proporcionan sombra fresca a los deportistas, ni los macizos de flores, perfectamente recortados sobre la verdura. Seguimos viendo las blancas cumbres alpinas y el azul del lago Léman. Ahora comprendemos perfectamente el significado de las palabras ‘perla del lago’.
viernes, 7 de septiembre de 2007
Citas del día
"Amigo, es que la naturaleza es muy sabia. No se contenta sólo con dividir a los hombres en felices y desdichados, en ricos y en pobres, sino que da al rico el espíritu de la riqueza, y al pobre el espíritu de la miseria. Tú sabes cómo se hacen abejas obreras; se encierra a la larva en un alvéolo pequeño y se le da una alimentación deficiente. La larva ésta se desarrolla de una manera incompleta; es una obrera, una proletaria, que tiene el espíritu del trabajo y de la sumisión. Así sucede entre los hombres, entre el obrero y el militar, entre el rico y el pobre."
1
Pío Baroja
(1872-1956)
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l
"El pueblo, desgraciadamente, es todavía muy ignorante; y es mantenido en su ignorancia por los esfuerzos sistemáticos de todos los gobiernos, que consideran esa ignorancia, no sin razón, como una de las condiciones más esenciales de su propia potencia."
1
Mijaíl Bakunin
(1814-1876)
l
l
"Además, sin los asnos no podrán formarse las mayorías, de modo que el asno puede pasar por el prototipo del gobernador."
1
Honoré de Balzac
(1799-1850)
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