El cárabo, que soy yo, acaba de aterrizar dando por finalizado un largo vuelo nocturno y está cansado. Hace un rato sobrevolaba el jardín, rozando las ramas de los árboles sabiamente escogidos para adornar, sin posarse en ningún momento, sin parar a repostar ni siquiera en las jacarandas. El deleite que suponía viajar de una fragancia a otra, de textura en textura, pasar a tal velocidad entre la verdura, le hizo olvidar la necesidad de encontrar alimento. El experimento le pasa factura. Está cansado. Pero no pasa nada. Qué mejor banquete para el alma que soñar despierto.
Es verano, como siempre. Hace tiempo que dejé de ser un hombre tranquilo para convertirme en mirlo de ciudad y, después, sin darme cuenta, en ésto: un ave nocturna que sobrevuela parterres y arriates, macizos y platabandas: un salvaje que se mueve en el espacio ordenado.
Es agosto. El olor de la flor de la melia ya nos había vuelto locos mucho antes; las acacias se limitan a dar forma a sus frutos; las praderas se quieren mostrar secas por estas latitudes. A lo mejor sacamos algo bueno de toda esta mezcolanza de emociones.
Se permiten todo tipo de embarcaciones. Hablaremos de la construcción de acequias y de la fotografía, de las adelfas y de los rinocerontes, de los viñedos de Nyon y de los mouros, de la música y del paisaje, en toda su extensión. Los de las montañas vendrán aquí a hablar del valle; los de los valles llegarán para hablar de las fuentes, etcétera. No podemos perder ni un segundo más. Sed todos bienvenidos al jardín y servíos una copa de nuestro mejor vino.