¡Panadero!
(cuento de miedo, octubre de 2016)
Llovía como lo suele hacer en Madrid, sin sentido. En ese preciso momento, el reguero de sangre que salía de la cabeza de un hombre tumbado boca abajo en el asfalto, se perdía rápidamente como una serpiente asustada hacia la negra y sucia abertura de la alcantarilla.
Tenía unos cincuenta años, casi cincuenta y cinco. Los ojos, azules, al menos el que estaba abierto y miraba a ninguna parte. Llevaba una camiseta de color blanco con una especie de frase comercial poco original y un feo nombre de empresa, con una dirección de internet en letra cursiva; unos pantalones vaqueros de color gris, roto por varias partes a causa del atropello; y unos guantes de ciclista de esos que dejan ver dos falanges. La bicicleta, un modelo antiguo de paseo, había quedado retorcida, con las dos ruedas hacia el cielo, y el carrito de madera que llevaba enganchado al eje trasero estaba hecho trizas. Tardé un rato en darme cuenta de quién era aquel hombre y me sobrecogió el hecho de reconocerlo, como si recibiera una descarga eléctrica o como cuando no te esperas a alguien en la puerta de casa cuando sales a bajar la basura.
Era el titiritero que actuaba para los niños en el parquecito que hay junto a la Glorieta del Ángel Caído, en el Retiro. Tiempo atrás, había ido a menudo con mi hija a ver esos espectáculos aparentemente ingenuos. Digo ‘aparentemente’ porque, aunque los niños sólo se quedan con los gritos histéricos de los protagonistas corriendo detrás de los malvados que raptan princesas y temas por el estilo, el titiritero salpicaba sus actuaciones -normalmente variaciones sobre un mismo argumento sencillo- con opiniones políticas y chistes sexuales que a veces ni los propios padres entendían, más pendientes de su prole que de aquel hombre vociferante con cinco marionetas agitándose a la vez bajo sus manos. Sólo algunos, más atentos, cogían al vuelo aquellas provocaciones destinadas a captar la atención de los adultos y provocar una sonrisa para que, al terminar, la propina fuera un poco más generosa.
Estaba mirando la escena lamentable: su cuerpo quieto y empapado, uno de los brazos enredado entre los radios de una rueda; los títeres, esparcidos alrededor como cadáveres y me vino a la memoria un domingo soleado tiempo atrás, en una mañana cálida y oyendo por enésima vez bajo los castaños de Indias aquella historia del príncipe y el panadero perseguidos por el demonio. Este muñeco, el demonio, era un personaje agobiante, con la piel roja y los ojos demasiado grandes, que parecían mirar de verdad, como miran las personas que tienen maldad en su corazón, esas que te encuentras de vez en cuando en la vida y de las que quieres alejarte lo más rápido posible. En aquella historia, tan parecida a todas las que contaba el titiritero, el panadero debía llevar una hogaza de pan al banquete de boda de un príncipe y una princesa, a los que a veces llamaba Felipe y Leticia, para sonrojo de los presentes. El panadero debía sortear toda clase de peligros para cumplir con su misión pues, de no hacerlo, la princesa nunca podría casarse, por alguna razón peregrina. El caso es que, en aquella ocasión, el demonio salía al encuentro del panadero y el pobre muñeco tropezaba y caía asustado, provocando la carcajada general. Olvidando su cometido dejaba caer la hogaza, todo esto con una tensión dramática tan bien dirigida por el titiritero que hacía que te olvidaras de los hilos y las manos que sobrevolaban el escenario. Los niños, como los adultos, quedaron en vilo, algunos con la boca abierta y los ojos yendo del demonio al panadero y viceversa. Aquel muñequito estaba realmente horrorizado en un rincón del pequeño escenario de cartón y madera, temblando, mirando a los niños y al demonio, alternativamente. Yo también me quedé absorto: era increíble el realismo. Sentí una empatía por él como probablemente no había sentido nunca por ningún personaje de ficción. La cara del panadero, inexpresiva como las de los demás personajes del teatrillo, tenía en aquel momento una humanidad que helaba la sangre. La historia tomó entonces un giro inesperado, porque, por una vez, el titiritero entró en escena y se metió en la historia para salvar al panadero, como un personaje más. Interpretando a un mago, se enfrentó al demonio. Este, lanzando una horrible mirada salió corriendo por el otro extremo y acabó convirtiéndose en un horrible y deforme sapo en su huída y desapareció por el rincón opuesto, no sin antes lanzar una amenazante maldición a su humano hacedor y al panadero. Finalmente, antes de salir corriendo hacia palacio con su hogaza nupcial, el panadero acababa dándole las gracias a su salvador, quien aprovechó para introducir la moraleja y recordar a todos los niños lo importante que es ser agradecido en esta vida.
El recuerdo se disolvió y volví a sentir la lluvia golpeando el paraguas. Hacía mucho frío de repente. Los médicos del SAMUR atendían a varios testigos del accidente que estaban muy impresionados. Dos agentes de la policía municipal interrogaban al conductor del camión de reparto de frescos, visiblemente nervioso, que juraba y perjuraba que no sabía de dónde había salido aquel hombre, que no lo había visto; dirían después las crónicas sobre aquel accidente que había ocurrido junto a una fuente dedicada al ángel que se atrevió a enfrentarse a su Dios. Miré de nuevo y vi algo en lo que no había reparado: ligeramente a la derecha de la cabeza del hombre muerto, como en un revoltijo de telas, había dos marionetas. Eran el panadero y el demonio. El demonio miraba al cielo sonriente, con un brazo roto y enganchado en las ropas del panadero. El panadero miraba al titiritero muerto. De pronto comprendí y sentí miedo.