Tres cosas se han cruzado en mi camino esta misma semana, tres hechos convergentes con un mismo protagonista de fondo, con un factor común: el escritor Juan José Millás. El pasado fin de semana terminé de leer su fabulosa novela El mundo, que me ha dejado un surco más en el cerebro, profundo como una cárcava, como una grieta sin fondo, llena de un contenido que aún no he podido asimilar del todo; o, mejor dicho, que aún continúo asimilando, como si lo que he estado leyendo tuviera una consistencia viscosa que va empapando poco a poco las paredes del interior del cráneo, tal y como él mismo lo diría.
El caso es que, hoy, mientras comía en un restaurante próximo a la oficina en que trabajo y próximo también a las calles por las que, de niño, Millás buscaba su forma de escapar de este mundo, un hombre anciano sentado en una mesa junto a la mía se llevaba a la boca un tenedor vacío, sin más alimento que el que contiene el aire y el metal del cubierto. Pude ver también un artilugio en su oído izquierdo, y observé la dificultad con que su mano hacía el recorrido del plato a los labios. Encorvado, inclinado sobre la mesa, tenía los ojos cerrados y cuando los abría, me fijé, no miraban a ninguna parte, y volvían a cerrarse de inmediato, como si levantar los párpados y levantar el tenedor formara parte de un mismo mecanismo desgastado por el uso.
Sin embargo, el hombre, ciego y sordo, contaba con la compañía de una mujer, también anciana aunque más joven que él, que secretamente, o quizá discretamente, le ponía pequeños trozos de comida sobre los dientes metálicos del tenedor cuando la mano temblorosa no acertaba a encontrar nada en el plato.
Lo primero que pensé fue en la convergencia de las tres cosas; qué desgracia más grande quedarse sordo y ciego, marcharse a otra dimensión sin remedio. En el mismo mundo de la infancia de Millás había un barrio para los vivos y otro para los muertos, a sólo unas paradas de tranvía, y eran casi idénticos, excepto por la condición de sus respectivos habitantes. Pero luego pensé: qué suerte tan enorme tener a una persona discretamente empujando la comida sobre tu tenedor, un poco de pescado del menú del día con un trozo de patata cocida. Así el cubierto ya no viajaba vacío a su destino, así el hombre anciano no estaba solo, ni en su dimensión ni en la nuestra. Y recordé la canción de Antony and the Johnsons, Hope there's someone: espero que haya alguien que cuide de mí, cuando me muera... Pero ya sería el cuarto hecho convergente, y dije que eran tres.